
13 Abr EL VALOR DE LOS SÍMBOLOS I Alicia Duñaiturria
Alicia Duñaiturria Laguarda. Profesora de Derecho e Historia.
El símbolo es el elemento, la figura, el signo, que representa una idea, una institución o una tradición. La importancia de los símbolos se hunde en la noche de los tiempos y es un elemento más de la cultura. Asociados a lo sagrado desde siempre, la secularización de la sociedad actual ha relegado el valor del símbolo a la Historia, siendo considerado en algunos casos como algo arcaizante, incluso “trasnochado”.
El sábado 6 de mayo de 2023 ha sido coronado en la abadía de Westminster el rey Carlos III, en una ceremonia cargada de enorme simbolismo. La actitud ante este acto se puede dividir, en mi opinión, en tres: la de aquellos que se han mostrado totalmente indiferentes, lejanos y críticos con eventos de este tipo que consideran anticuados; la contraria, el seguidor de prensa rosa que ha estado más pendiente del vestuario, del atrezzo, los que lo viven, en definitiva, como si de un cuento de hadas se tratase; y finalmente la del que ha sentido emoción, admiración y cierta envidia en determinados momentos de la coronación, como ha sido mi caso.
Inglaterra es la monarquía parlamentaria más antigua, lograda tras cuentas luchas religiosas y también políticas (entre el Parlamento y el rey, como fue el caso de Carlos I Estuardo, quien, a pesar de esgrimir su poder derivado de Dios, no puedo eludir la decapitación acusado de tirano). Inglaterra no tiene una constitución “escrita”, sino la suma de textos emblemáticos que se han ido promulgando, desde la Carta Magna de 1215, hasta las Judicature Acts del siglo XIX, entre otros. Gran parte de sus instituciones han sido fruto de convenciones constitucionales, como es el caso de la preponderancia del Primer Ministro, que asumió un mayor protagonismo en tiempos de la reina Ana, al hacer ésta dejadez de sus funciones en manos de su Gabinete.
Pero Inglaterra no reniega de su pasado, lo que no quita que sea una nación moderna, de las más avanzadas y preponderantes del mundo. No hay “club” del orden internacional en el que no participe, y a pesar de la dureza de su imperialismo y de los estragos causados en sus múltiples colonias, ha sabido continuar vinculado a sus antiguas posesiones mediante la Mancomunidad de Naciones británica o Commonwealth.
Cualquier inglés sabe que el rey Carlos III ya no lo es por la gracia de Dios; es sabido que las competencias o “prerrogativas” reales son meramente representativas (simbólicas), sin fuerza ejecutiva; que, aunque se sitúe al monarca a la cabeza de la Iglesia anglicana, el peso moral/religioso de la misma reside en su primado, el Arzobispo de Canterbury. Lejos quedaron los tiempos en que el rey nombraba a sus leales cancilleres o arzobispos para controlar a los poderes que le hacían sombra, como sucedió -aunque el resultado no fuera el deseado- con Enrique II y Becket, o con Enrique VIII y Tomás Moro.
La ceremonia de coronación de Carlos III (y no de proclamación) no entraña, ni mucho menos, el carácter religioso de que pudo estar revestida en el pasado; no encierra tampoco peso político, pues como ha quedado dicho, las competencias de un rey en una monarquía parlamentaria son nulas, más allá de la representación del Estado. Atrás quedó la consideración del rey como primus inter pares, modelo de conducta, espejo de nobles y cortesanos, eje de la sociedad.
Si se despoja a dicha ceremonia de su valor sagrado, político o ejemplificante… ¿qué queda? Tradición, que es todo menos una palabra hueca. Tradición es pasado, es historia, son valores que conviene perpetuar; es el legado que recibimos de nuestros mayores cuya sangre corre por nuestras venas. Somos presente, pasado y futuro, y atender solo al presente y al futuro encierra cortedad de miras. Tradición es donación, es herencia (del latín traditio, transmitir), y para bien o para mal cuando recibimos una herencia nos convertimos en un eslabón de esa cadena que es la Historia, maestra de la vida.
Creo que no debemos quedarnos solo en el hecho de que la corona lleve engastados cerca de 3000 diamantes, o que sea de oro macizo, o que porte el diamante Cullinan II, el segundo más grande del mundo; que el manto sea de armiño o el cetro de oro macizo. El valor material es desmedido, pero es pura pompa. Lo importante es que toda la ceremonia se viene celebrando prácticamente sin variaciones tal y como viene recogida en el Liber Regalis, el Libro Real del siglo XIV que se conserva en la Biblioteca de la Abadía. Lo destacado del acto es saber que los emblemas y símbolos aluden a su pasado: las rosas, a la Guerra de las Dos rosas; el cardo simboliza a Escocia, como la Piedra Scone; el trébol a Irlanda; la silla de la coronación representa la fuerza de la monarquía; el cetro y el orbe son símbolos de poder universal pero finito; las espadas, la fuerza y la justicia; las espuelas, los ideales de caballería; y el óleo, la unción por Dios, momento de mayor carga espiritual y por ende, la más íntima, que ha sido oculta a los ojos de todos. Repito que no hay inglés que no sepa que el rey Carlos III es un mortal más, que por sus venas no corre sangre azul… pero el rey en sí no es lo importante. Importa lo que representa, ese legado, esa herencia, esa Historia sin la cual el presente carece de sentido; el símbolo no vale porque sí, sino porque evoca un sentimiento, un vínculo, una emoción. Y si aún con eso tampoco es suficiente, dejémoslo en lo valioso que es mirar lo que nos rodea con “otros” ojos: los ojos de ver, de conocer, de avidez por aprehender lo que nos rodea (la cultura es aprehender, en definitiva). La Historia es como la madre, es tu raíz, y la mía tuvo a bien transmitirme que la cultura es un privilegio gozoso, no un deber penoso.
El filósofo Byul Chung Han defendía en uno de sus ensayos el valor de los rituales en cuanto sirven de armazón o asidero social, respeto, tolerancia… mantengamos el símbolo como engarce con nuestro pasado.