
06 Mar INNOVAR DESDE LA FILOSOFÍA I Valerio Rocco
Valerio Rocco Lozano
Hoy en día parece triunfar una concepción meramente operativa y funcional del lenguaje, como una herramienta que permite comunicarse y expresar conceptos, de manera presuntamente neutra e independiente de los contenidos y los contextos. Sin embargo, desde el punto de vista filosófico esta concepción debe ser desmontada, por ser excesivamente pobre y reductiva. En efecto, el lenguaje es un territorio simbólico en el que estamos instalados desde la aparición de la conciencia, que en gran medida nos define y nos constituye como seres humanos. Por ello, el lenguaje media toda nuestra experiencia interna y externa, tanto desde el punto de vista cognoscitivo como social. Esta tierra fructífera -el lenguaje- se puede cultivar y en ella es posible habitar, construir y compartir.
Sin embargo, el lenguaje también es a menudo un campo de batalla, un terreno por conquistar. Se puede luchar mediante las palabras, pero también se puede pelear por ellas y contra ellas. En este sentido polémico la filosofía es, entre otras muchas cosas, una lucha por mantener vivos ciertos conceptos y por disputar en la esfera pública el sentido de otros. ¿Cómo? Desvelando prejuicios, falacias o mecanismos de poder que nos llevan a utilizar un término de una determinada manera.
Si hay una palabra que hoy en día se usa de manera tan generalizada como unilateral, esta es sin duda “innovación”. Este concepto impregna los discursos políticos de todo signo y casi siempre es equiparado a “digitalización” o “desarrollo tecnológico”. Sin embargo, estas nociones no agotan en absoluto su potencial campo semántico. La innovación, así entendida, es presentada por lo general como un bien en sí misma, aunque no se sepa en qué consiste ni adónde conduce.
Fiel a su misión polémica y escéptica, la filosofía debe combatir las palabras que ocupan acríticamente el centro del debate público, sin ser apenas objeto de reflexión o de contestación, y traducir su legítima sospecha en preguntas, dado que estas constituyen sus más poderosas armas. En el caso de la innovación, algunas de estas preguntas-dardo son: ¿qué pueden aportar las humanidades, las artes y la cultura para enriquecer lo que se entiende por innovación? ¿Cuál es la relación de este concepto con la tradición? ¿Todo lo nuevo es de suyo innovador?
Ya se sabe que la filosofía no debería ofrecer respuestas, sino abrir siempre nuevos interrogantes; sin embargo, es posible que en este caso -sin que sirva de precedente- la filosofía misma sea la respuesta que buscamos. En efecto, nada hay más innovador que los drásticos cambios de perspectiva que permite esta disciplina, o la relación de cada época de la historia del pensamiento con su propia tradición. En el plano teórico, la filosofía es radicalmente innovadora porque destruye las falsas oposiciones para descubrir -y denunciar- el fundamento común a los polos teóricamente opuestos. En el plano práctico, la innovación filosófica consiste en situarse más allá de las normas que rigen en cada ámbito para preguntarse por su origen y su razón.
En suma, la filosofía es innovadora porque es crítica, y en este sentido no puede no dirigir su mirada hacia la noción misma de innovación, vaciada de sentido por la jerga tecnocrática y cientificista que impera en nuestros días. Ya hace tiempo que se perdió la batalla por una palabra análoga, “investigación”, convertida en una noción de carácter meramente científico y tecnológico, que olvida el mundo de los archivos, las bibliotecas o las excavaciones. Pero con respecto a la “innovación” no todo está perdido: aún se puede defender que el cambio individual y colectivo que puede provenir de la filosofía (y de las humanidades en general) es mucho más radical y significativo que el meramente digital y técnico, y que por tanto debe ser complementario a él.
Si queremos para nuestra sociedad una innovación genuina y transformadora -y no un mero afán de novedades-, apostemos por más filosofía.