
06 Mar VIDAS FRÁGILES. UNA CAJA DE MÚSICA PARA CARMEN I Javier Alonso
Javier Alonso
Fragmento extraído del libro «Vidas frágiles. Una caja de música para Carmen».
…hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos, de cómo cambiar nuestros peores defectos para darles los mejores ejemplos y, de nosotros, aprender a tener coraje. Sí, ¡eso es!; ser madre o padre es el mayor acto de coraje que alguien pueda tener, porque es exponerse a todo tipo de dolor, principalmente de la incertidumbre de estar actuando correctamente y del miedo a perder algo tan amado. ¿Perder?, ¿cómo?, ¿no es nuestro?, fue apenas un préstamo… el más preciado y maravilloso préstamo ya que son nuestros sólo mientras no pueden valerse por sí mismos, luego le pertenece a la vida, al destino y a sus propias familias. Dios bendiga siempre a nuestros hijos, pues a nosotros ya nos bendijo con ellos.
Atribuida a José Saramago
Capítulo 1:
¿Quién soy?
Parece una pregunta fácil de responder, pero, en realidad, tiene muchas contestaciones posibles y, en la mayoría de los casos, se basan en la percepción que los demás tienen de mí.
Soy profesor de Universidad, así que para mis alumnos seré eso, la persona que les enseña mucho o poco, aquel que los califica a final de curso. Para unos seré un buen profesor, para otros uno malo, pero en cualquier caso seré un docente.
Mucha gente me conoce también por otras actividades profesionales. Hay quien sabe de mí a pesar de no haberme visto en la vida. Pero me han leído, o me han escuchado en un programa de radio. Quizás, como mucho, me hayan oído hablar una o dos veces en público, y se habrán formado su propia idea sobre esa persona que tienen enfrente.
En mi barrio, probablemente me conocerán como un tipo que intenta ser correcto pero que no hace el menor esfuerzo por interactuar con sus vecinos más de los estrictamente necesario. Mis amigos tendrán sin duda una imagen más completa (y espero que más amable) de mí. Una de las suertes de mi vida es tener buenos amigos desde hace más tiempo del que puedo recordar. Ellos pueden hacerse una idea más cabal de mi identidad, pero no dejará de estar sesgada por lo que saben, y por lo que ignoran.
Para las personas más cercanas, soy o he sido el hijo, el hermano, el sobrino, el primo, el marido, el cuñado, el yerno.
Pero si hay algo que marca la identidad de una persona es tener hijos. Yo he vivido esa bendición dos veces, primero con Miguel y más tarde con Carmen. A partir del nacimiento de un hijo, en muchos lugares y ambientes te conviertes en «el padre de…». Pierdes tu propia identidad para construir una nueva por relación con ese nuevo ser. Pierdes incluso el nombre. Cuántas veces no me habrán llamado Miguel en todos estos años. Cuando mi hijo era pequeño, algunos de sus compañeros de colegio me llamaban Papá de Miguel. El perfecto resumen de lo que eres a partir de ese momento.
Indudablemente, soy todas estas personas (el profesor, el escritor, el amigo, el vecino huraño, el familiar) que la gente ve en mí. Cada una de ellas es una faceta que añade un color al retrato completo de quién soy, pero ninguna de ellas llega al fondo de la pregunta por sí sola.
O sí.
Hace ya mucho tiempo que descubrí que hay una identidad que me ha influido posiblemente más que todas las demás juntas. Una parte de mí que ha acabado por moldear mi forma de ser, mi visión de la vida pasada y futura, que me ha transformado por completo, de manera que ahora soy una persona diferente.
Soy el papá de Carmen.
Mi hija Carmen nació a finales de 2002 y cuando tenía unos tres meses se le diagnosticó un tipo de epilepsia catastrófica (se denominan así, no es una licencia literaria) que tuvo como consecuencia una parálisis cerebral que le provocó un retraso severo en todas las facetas de su vida.
Carmen aguantó en este mundo nueve años, y ni durante su enfermedad (es decir, su vida) ni tras su muerte, escribí una sola línea sobre ella o acerca de cómo me sentía. Una de mis profesoras y hadas madrinas de mi época universitaria, Ana Vázquez, me animó desde el primer momento a utilizar la escritura como vía de escape, expresión o desahogo para todo lo que viví y sigo viviendo con Carmen. Y nunca hice caso a su consejo. Soy escritor, de mi ordenador han salido miles de páginas, pero ni una sola letra se refería a Carmen.
Hasta que, por casualidad, como suelen ocurrir muchas cosas en la vida, un mensaje de mi amiga Patricia Romero me llevó hasta Phil Camino y su editorial. Lo que en principio iba a ser una reunión para hablar sobre la posibilidad de escribir otro libro de Historia, desembocó de repente en algo inesperado: escribir sobre Carmen y sobre mí, sobre cómo veo yo el mundo a través de sus ojos. Gracias a las dos de todo corazón. Le comenté la idea a mi agente, Silvia Bastos, y me animó a escribir. Silvia vivió la muerte de Carmen al poco de iniciar nuestra relación profesional. El comportamiento que tuvo conmigo fue el de una persona de bien, empática y muy cariñosa. Por cómo me trató en el peor momento de mi vida, decidí que, mientras me aguante, será mi representante. Solo tengo palabras de agradecimiento por cuidar no de su escritor, sino del corazón de su escritor. Silvia, eres un cielo.
Por lo general, cuando escribo Historia me planteo qué quiero decir, qué idea, detalle, concepto pretendo enseñar, pero, en un libro de esta naturaleza, lo primero que pensé fue ¿de qué sirve que yo cuente todo esto?
Pronto se me ocurrieron varias respuestas.
La primera, que escribir podría ser una forma de liberar parte del dolor que llevo guardándome desde hace ya demasiado tiempo. Con este testimonio, voy a pasar de no decir nada a nadie para no incomodar a enseñar todas mis heridas ante ti, lector, absoluto desconocido para mí, que has decidido leer estas páginas.
Espero que esta catarsis me ayude a limpiarme el alma.
En cuanto a los lectores, recuerdo que una de las sensaciones más repetidas en todo este tiempo era la de que quien no ha pasado por algo similar, la enfermedad y muerte de un hijo, no podría comprenderme jamás. Quizás intentaran apoyarme, mostrarme su compasión o incluso sufrieran por mí, pero no habían recorrido ese camino. Solo el que lo ha hecho conoce la magnitud del dolor, y muchas veces nos sentimos marcianos incluso entre nuestra gente más próxima. Así que solo puedo desear que aquellos padres con niños como Carmen que lean estas páginas se sientan comprendidos y acompañados. Pertenecemos a una raza diferente, y está bien que nos hagamos compañía.
Lo que viene a continuación no es un relato ordenado, sino simplemente varias reflexiones sobre cuestiones que surgen en la vida de aquellos que tenemos hijos como Carmen y de los que tenemos la desgracia de que se nos vayan antes de tiempo, porque eso es lo que se siente, que nos gustaría que hubieran vivido más.
Cada pequeño capítulo comienza, no por un número o por un título de encabezamiento, sino con el nombre de una canción o un disco completo de algún artista que me gusta. El título hace relación al tema tratado en el capítulo, aunque, en ocasiones, la letra de la canción puede ir por una vía muy diferente. He escuchado todas las canciones, todas forman parte de la banda sonora de mi vida y me apetecía poder añadir a estas palabras algo de música. Al final, el libro tiene la apariencia de una jukebox o una caja de música. Se puede escoger la melodía que uno quiera en cualquier orden.
Hace unos años, un estudiante me dijo que una vida sin un perro no es una buena vida. Estoy de acuerdo. Como mínimo, sin haber tenido un perro, tu vida habrá sido un poco peor. Con la música ocurre otro tanto. Una vida sin música es más triste y, al fin y al cabo, yo no quiero estar triste.
Carmen me hizo plenamente feliz. Ahora solo se trata de volver a serlo sin ella.