04 Ene Cancelar no es suficiente: hace falta una conversación incómoda y pública.Por Zakarías Zafra.The Washington Post.
Dave Chappelle señalado de transfóbico tras el estreno de un especial de comedia en Netflix, la reina Victoria derribada por genocida , Pepe Le Pew y Speedy González tachados por representar el acoso y el racismo: estatuas, artistas, personajes históricos y de dibujos animados frente al lente implacable de la cancelación. La nueva moral puede señalar y borrar sujetos repudiables del espectro público por medio de su método infalible: la condena masiva en redes sociales. Si todos —al menos en el espacio de las interacciones digitales— tenemos el poder de vigilar y castigar, ¿estamos frente a una nueva era de solidaridad y justicia o en los tribunales de una inquisición amigable? ¿Es la “cultura despertada” lo que necesitábamos para avanzar socialmente o es más bien un juego de imposturas e ideologías en estreno?
Se están cuestionando duramente las relaciones desiguales de poder, en todas sus encarnaciones y ámbitos, y la digitalización está afectando la participación colectiva frente a esos cuestionamientos. Movimientos virales como Me Too y Black Lives Matter no solo han ejercido enormes presiones sobre estructuras que perpetúan formas de abuso —policial, sexual, laboral—, sino que han demostrado cómo esos daños tienen mucho que decirnos a todos. No es casual, sin embargo, que el estallido de estos y otros activismos colectivos formen parte de un mismo clima moral agudizado por la hiperconexión y el contacto con millones de relaciones simultáneas de malestar, incertidumbre y hasta impotencia frente a un mundo que se muestra indescifrable.
La viralidad ha venido a exacerbar la paranoia de una sociedad que ha descubierto una especie de pecado original y se ha autoimpuesto la misión de redimirlo. La cultura de la cancelación y la ideología despertaron —una militancia hiperpolitizada que busca permanecer “despierta” ante todo indicio de desigualdad cotidiana— son quizás los síntomas más visibles de esa obsesión que lleva todo ejercicio razonable de revisión a la trinchera de una guerra cultural. Los linchamientos y esos otros actos digitales del mundo offline que derriban estatuas, sancionan maestros , corrigen películas, marcas comerciales y programas académicos, aunque de una potencia simbólica tremenda, no parecen tocar el fondo de las prácticas que hoy causan racismo, clasismo y xenofobia. Al calor de la indignación de momento, las demandas parecen más una actuación de reivindicación: el gesto incompleto y curioso de una sociedad privilegiada que está aprendiendo una nueva gramática para su moral.
El problema puede estar precisamente ahí: en los límites borrosos que separan la vanidad vigilante de las motivaciones legítimas a cuestionar el orden establecido. No puede pasarse por alto, como bien advirtió el filósofo francés Gilles Lipovetsky , que el capitalismo de la seducción convierte todo en mercancía: incluso las opiniones y los sentimientos, incluso la aspiración a ser buenos. Si por un lado este deseo afirmativo de hacer el bien puede convertirse en una carrera por la superioridad moral, por el otro puede no pasar del ejercicio de la caridad hiperconectada. El intento de pagar una deuda moral heredada o creada artificialmente en la era del mea culpa social.
Esta sociedad narcisista, en el mismo cóctel doctrinal que toma de antídoto para la angustia, puede condenar el machismo en la industria cinematográfica y hacerse de la vista gorda ante la explotación sexual y laboral de mujeres migrantes, o marchar por el orgullo gay en las grandes. ciudades y aplaudir la deportación masiva de indocumentados en las fronteras, por decir lo menos. La lógica de la superación capitalista enseña al ciudadano corriente a ser el mejor a toda costa, no importa si por medio del ascenso económico o eligiendo a placer en el catálogo de las causas universales. La preocupación, al final, no parece tanto por el bienestar común como por establecer, desde la fantasía de autorrealización, una idea común de lo bueno.
Todo esto esconde un aparato ideológico dominante y egocéntrico que, más que avanzar hacia la erradicación de desigualdades, parece complacer la sensibilidad de ciertas élites consternadas por la humanidad. Lo que escapa a la vista desde esa altura es que el perfeccionismo moral, a costa de la severidad y la amargura, termina por deshumanizar al otro. La militancia obsesiva que busca tachar, corregir y reescribirlo todo no puede sino devolver el peligro con otra cara: la instalación de un dogma cool, en apariencia colorida y amigable, que esconde la ferocidad de un fundamentalismo. Una especie de religión sin esperanza donde el rito esencial es el castigo.
Sí, necesitamos industrias más sanas, calles más seguras, gobiernos más transparentes; líderes capaces de rendir cuentas, minorías que empujan debates, derechos civiles que sigan ensanchándose. Necesitamos que muchas voces continúen rompiendo lo que parecía inmóvil. Pero el optimismo no es suficiente para acercarse al problema: está surgiendo una nueva moral transnacional, viral, politizada y contagiosa, que puede quedarse en aspiración progre sin cambiar nada de fondo. Mientras el capital, el mercado y las jerarquías de representación siguen dictando las pautas, todo apuntará a una sociedad más puritana, pero mucho menos incluyente.